Bueno... casi un año después, os traigo el segundo capítulo.
A este paso el relato me va a durar más que las propias guerras púnicas.
Espero que os guste.
Ebusia, dos años antes
Capitulo II
Akil estaba en el puerto, era mediodía y aquella fría mañana de invierno no invitaba a recibir la caricia de la brisa marina que inmisericorde le traspasaba el cuerpo. Un rápido vistazo a los pabellones de los mástiles le permitió localizar el que buscaba. Una quinquerreme enorme enarbolaba la media luna con su lado abierto hacia abajo que indicaba a los cuatro vientos que la propietaria del navío era la poderosa ciudad de Cartago. El muelle era pequeño para el calado de la embarcación y fondeaba en el centro de la bahía al abrigo del viento del sur. Unos botes auxiliares estaban haciendo viajes desde el muelle al fondeo, transportando el avituallamiento y nuevos reclutas. El mar, impulsado desde el sur entraba en la bahía rompiendo con fuerza en el fondo norte y generando unas olas de reflujo que aún picaban más la superficie, la gran trirreme apenas se balanceaba pero las pequeñas embarcaciones estaban recibiendo importantes sacudidas por las rápidas olas y salpicaduras constantes que empapaban todo lo embarcado en ellas. Alcanzó a ver a uno de aquellos infortunados con la cabeza fuera de la borda echando un torrente rojo, que supuso vino y no sangre.
Se acercaba al puesto de reclutamiento cartaginés sin estar del todo convencido de si obraba bien. Su madre, el único vínculo que le unía a aquella isla, había fallecido pocos meses atás. Ya no le quedaban parientes vivos; su padre falleció cuando él era muy niño, Su madre le crió junto con sus tres hermanos mayores en la miseria absoluta que suele rodear a las viudas. Los dos más grandes, se enrolaron con los cartagineses y supieron con el tiempo, por otros paisanos más afortunados que lograron regresar, que ambos murieron en una gran isla, muy al este, que los griegos llamaban Sikelia. El tercer hijo, Asurit, también se alistó, años después, como auxiliar hondero con Cartago, a luchar a Hispania; nunca más tuvo noticias de su hermano. Tres años hacía ya de su partida y nadie de los que volvieron de esa leva supo dar razón de él, ni vivo ni muerto. Akil todavía abrigaba esperanzas de que siguiera con vida, alistado aún o bien desertor y procreando toda una prole balear con alguna íbera en los confines de aquellas tierras. ¿Quien sabe si los dioses permitirían que se encontrasen de nuevo?
Akil y Asurit siempre lo habían hablado, para sus pagadores sus vidas eran un grano de arena en la playa y por tal valor se les apreciaba. A cambio de un rancho y una promesa de botín se jugaban la vida en primera linea. La fidelidad en esas condiciones es escasa; el mercenario no lucha por defender a su familia y su territorio. La idea de la deserción siempre había estado en sus cabezas. Sus intenciones eran salir de Ebosium como fuera para volver rico o no volver, en la isla no había posibilidades; fuera, en el ejercito, no muchas más; pero era la única opción viable que les quedaba a los ibicencos. La necesidad ya había enrolado a generaciones de baleares y sabían, por las historias de los viejos del lugar, de las amarguras y privaciones de la guerra. Algunos habían conseguido volver con riquezas suficientes para empezar una nueva vida en la isla, fueron los menos. Otros, sabían con certeza, que habían optado por instalarse en aquellos lugares por donde guerreaban; bien al acabar la contrata, bien por desertar iniciando una nueva vida. Finalmente, los más, murieron en sitios remotos acribillados y ensartados por las armas de los enemigos.
Realmente no había mucho en que pensar, su vida en la isla no tenía futuro. Había pasado los últimos tres meses mendigando comida unas veces y trabajando en las fincas de los potentados a cambio de un rancho exiguo que alguna vez pudo complementar con la carne de algún incauto conejo que se le puso a tiro de honda. La noticia de la arribada de la nave cartaginesa con intención de contratar a los afamados honderos baleares supuso un punto de inflexión en su vida. Sopesó la vida que le esperaba en su tierra y los posibles logros a obtener. El fiel de la balanza apuntó claramente hacia el puerto donde le esperaba la nave cartaginesa. No quiso poner en el otro platillo las privaciones y peligros que seguro le acosarían. No lo pensó mucho, la intuición a veces y sobre todo el hambre, son factores más influyentes en las decisiones que la razón y la lógica. Recogió sus pertenencias que se limitaban a su túnica de lino, una burda capa de lana, tres hondas de diferentes longitudes, un pedazo de queso, un trozo de pan reseco y una calabaza para beber. Lo metió todo en su zurrón, vestido con la túnica y abrigado con la capa, se despidió aquella tierra que le vio nacer.
A pocos pasos del puesto de reclutamiento se detuvo. Permaneció inmóvil durante unos instantes, dudando. No tuvo tiempo de meditar mucho la decisión pues uno de los cartagineses del puerto se fijó en él y se le acerco sonriendo.
-Hola joven. Le dijo. ¿te interesa alistarte en el ejercito mas poderoso del mundo y al mando del glorioso general Anibal Barca? Prosiguió.
Le había hablado en su propio idioma y no en la jerga púnica de los cartagineses, pero Akil no contestó.
El reclutador se le acercó aun más y le preguntó de nuevo.
- ¿Quieres enrolarte? ¿Sabes manejar la honda?
- Akil asintió con la cabeza; pero a la segunda pregunta. Para la primera todavía no tenía respuesta.
- Bien, ¿como te llamas?
- Akil. Contestó con la voz ronca.
- Demuéstrame que sabes tirar, Akil. Le dijo entregándole una piedra esférica que sacó de los pliegues de su túnica.
- ¿Ves aquella gaviota? ¡Derríbala!
Akil sacó una de sus hondas del zurrón, miró hacia donde le señalaba el cartaginés y vio, a un estadio de distancia, la gaviota planeando sobre el mar. Cargó el proyectil en la bolsa estiró su brazo izquierdo hacia atrás, pero antes de iniciar el volteo, bajo el brazo de nuevo y se volvió hacia su interlocutor.
- No quiero matar lo que no me voy a comer. Indícame otro objetivo.
El púnico lo miró sorprendido. Nunca le habían dado una replica semejante. El atrevimiento del joven era mucho. No le gustaba la gente indisciplinada ni rebelde y el muchacho parecía encajar perfectamente en ese arquetipo de persona. Por otro lado tenía razón, los dioses cartagineses tampoco alentaban a matar sin necesidad ni motivo. Decidió que una respuesta sensata merecía una oportunidad.
- De acuerdo, joven Akil. Te pondremos a prueba con otra diana. Dijo mirando a su alrededor. Una sonrisa malvada se le dibujó en el rostro. Como a dos estadios, recostado sobre una barca volcada boca abajo, había un borracho durmiendo la mona al principio del muelle.
- ¡Dale pues a aquel borracho!
Akil no quería hacer daño a aquel hombre. Ya tendría tiempo y ocasiones de matar personas. Se estaba alistando en el ejercito para matar soldados, no borrachos indefensos.
- Ese hombre no es mi enemigo. Dijo Akil.
- Y tampoco me lo pienso comer. Añadió con sorna.
Tras un instante de tenso silencio, la risotada del cartaginés le hizo saber que la finta le había salido bien.
- Esta bien muchacho. Doy por sentado que sabes tirar. Todos en estas malditas islas saben tirar. Concedió el reclutador.
-Veo que no te gusta matar ni hacer daño innecesario, eso demuestra que la bondad anida en tu corazón. Nuestro dios Baal dice que debemos respetar la bondad. Pero estamos en guerra contra la ciudad Roma, nuestro rival de antaño, su ambición de poder es tal que al igual que el cuco hecha del nido a sus legítimos dueños, los romanos pretenden echarnos de este mar que nos pertenece. Espero sepas demostrar tu valía como soldado al servicio de Cartago.
- Cuando llegue el momento mi brazo estará firme y mis piedras volarán directas hacia los romanos. Contestó Akil.
-Ve hasta mi ayudante y dale tu nombre. Te daremos tres comidas calientes al día y un jergón. Una moneda de oro cada luna más lo que puedas coger en los saqueos consentidos. Tú a cambio serás hondero auxiliar a nuestras órdenes, hasta el fin de la gloriosa campaña que iniciamos contra Roma.
- Me parece bien. Mintió Akil, dirigiéndose hacia la mesa del ayudante.
Poco imaginaba Akil que aquel encuentro tendría una importancia relevante en los acontecimientos que le esperaban. Súrit era el secretario personal y mano derecha del mismísimo Aníbal Barca, gozaba de su absoluta confianza para todos los asuntos no militares.
El secretario apuntó su nombre en unas tablillas y con un gesto le indicó la fila de hombres que esperaban en el muelle que uno de los botes los transportasen a la quinquerreme. No tuvo que esperar mucho, una de las barcas ya iniciaba su regreso y al poco se subió con cinco hombres más a la barquichuela. Habían cuatro remos que se asignaron a los cuatro primeros hombres que embarcaron. Akil, al ser el quinto no tuvo que remar; aunque no le importaba, había salido de pesca muchas veces con su hermano y sus vecinos, estaba acostumbrado a los remos. No le daba miedo el mar. Respeto sí, a lo largo de su corta vida había visto desaparecer muchas personas de la aldea, que salieron a pescar y nunca más regresaron. Un paseo por la ensenada del puerto, por agitado que estuviese el mar no le preocupaba. Otra cosa será cuando estemos en alta mar. En sus salidas pesqueras nunca dejaban de ver tierra y aunque siempre le agradó la gran inmensidad del agua no se sentía a gusto cuando la isla solo era un pedazo de tierra que desaparecía bajo el horizonte con el movimiento de las olas.
El poco tiempo del viaje fue suficiente para llegar empapado por los rociones y con mal humor por el frio intenso. Del costado de la nave caían varias escalas por las que treparon los nuevos reclutas hasta subir a bordo. El marinero del bote retiró dos de los remos y con los otros restantes, inició el regreso al muelle.
El penetrante olor le llegó hasta el cerebro antes de terminar el ascenso. Una pestilencia infernal le llenaba las fosas nasales. Hasta el momento de subir a bordo el viento no le había permitido oler aquella nauseabunda mezcla de excrementos, orines y sudor humano. Nunca había estado antes en un barco tan grande. Al el primer vistazo comprendió el motivo de aquel hedor. Dos centenas de hombres se hacinaban a ambos costados, sentados en unos bancos desde donde por parejas manejaban un remo. Pudo observar que muchos de aquellos hombres, la mayoría, estaban encadenados al banco. Allí comían, dormían y hacían sus necesidades. Un rastro de color ocre debajo de cada uno de ellos así lo atestiguaba. Los restos resbalaban por la cubierta hasta un canalón que supuestamente tenía salida por la bordas. Sin baldeos frecuentes aquellas cubiertas eran una cuadra a cielo abierto. También observo que algunos de los remeros no portaban cadenas. Luego supo que entre ellos habían esclavos y penados así como hombres libres que saldaban alguna deuda remando para la ciudad de Cartago.
Un marinero los dirigió hacia una cubierta inferior en la que ya se encontraban otros hombres. Por el acento de las conversaciones y las vestimentas enseguida reconoció a sus vecinos de la isla Meloussa. La embarcación había hecho escala primero allí, para reclutar una leva en la isla más norteña y de camino a la península recalar en Ebusia.
El marinero les hablo en púnico indicándoles que se acomodaran donde pudieran. Esta misma noche zarparían en dirección a Cartago Nova en donde desembarcarían para engrosar las filas del ejercito del más afamado general cartaginés. Sin más preámbulos el marinero subió de nuevo las escaleras hacia la cubierta superior.
Sin saber muy bien que hacer y molesto todavía por el impertinente olor, se dirigió hacia un hueco libre en el costado de estribor. Se sentó en el suelo de tablas y se recostó. A su lado estaba sentado un joven de piel muy oscura. Tras colocar el zurrón en el otro costado, girándose, se dirigió a él.
-Me llamo Akil de Ebusia. Le dijo tendiéndole la mano.
-Hola, soy Armindo de Melousa.
Respondió, aceptando la mano ofrecida. Con aquel apretón de manos se inició una amistad que llevaría aquellos dos muchachos, apenas hombres, a cruzar buena parte de la Europa conocida y ser testigos de los acontecimientos históricos más relevantes de la época que les tocó vivir